Mi niña se ha tragado un diente de leche, ¿Qué hago?
¿Puede ser perjudicial para su salud? Ilustraremos el proceso con un caso práctico.
María y su primer diente de leche
“Hacía varios días que María estaba emocionada. ¡Por fin se le movía un diente! Todos los niños de su clase habían experimentado la caída de alguna pieza dental menos ella, así que ya tenía ganas de vivir la experiencia de que el Ratoncito Pérez la fuese a visitar. Por más que sus padres le explicaban que cada persona tiene su propio ritmo y no todo sucede al mismo tiempo, especialmente cuando se trata de cambios en nuestro cuerpo, la pequeña estaba muy impaciente al ver que mantenía, perfectamente sellados, todos sus dientes de leche.
Así que el día que notó que un vaivén empujaba uno de sus dientes se puso tan contenta que lo compartía con todo el mundo. Las emociones infantiles son así y cada gesto, por pequeño que sea, resulta mágico y sorprendente.
Era cuestión de días que el diente se cayera definitivamente. Con la emoción, la lengua de María no paraba de hacer fuerza para que el balanceo fuera cada vez mayor. A pesar de las recomendaciones y advertencias de sus padres para que no forzaran su caída, la niña seguía. Hasta que sucedió de la forma más inesperada.
Estaba terminando de comer. Su padre le había preparado un plato de fruta para rematar el menú. Desde que su diente empezó a moverse, le cortaba las manzanas, peras y plátanos en trocitos pequeños porque, al morder, María notaba cierto dolor en la encía. Cuando terminó su postre y miró de nuevo a sus padres, su sonrisa Lucía un extravagante hueco. ¡El diente por fin había decidido caer! Pero ¿dónde había ido a parar?
Lo buscaron en el bol de la fruta, en el suelo, entre las servilletas, incluso en los bolsillos y en las mangas de la chaqueta. Solo era posible una opción: la niña se lo había tragado junto a un trozo de fruta. La familia no sabía cómo actuar. En alguna ocasión, el pediatra les había informado de que no suponía ningún peligro porque los dientes de leche son tan pequeños que no dañan el organismo y ‘viajan’, como cualquier otro alimento. Pero María no estaba tranquila.
A pesar de las palabras de ánimo de sus padres y las explicaciones científicas, la niña no encontraba consuelo. “No podéis saber si esto es malo porque no sois médicos”, decía desconsolada. Pidieron cita con su pediatra Julia y allí se plantaron esa misma tarde.
Julia le explicó a María el itinerario que iba a seguir su diente a través de su cuerpo y cómo, después de un tiempo, acabaría apareciendo entre los restos de su caca. También explicó a la familia que, si notaban algo raro pasados unos días, volvieran para hacerle una radiografía por si el diente se atascaba en algún sitio, algo que no suele ocurrir.
Al volver a casa, María tenía una preocupación mayor. Si no tenía el diente de forma física, ¿cómo iba a saber el Ratoncito Pérez que se le había caído? No hay especialista que lo aclare. Decidieron escribir una carta en la que le explicaron al pequeño roedor todo lo ocurrido. Estaban convencidos de que no era la primera vez que se encontraba con una situación similar. Y así fue como el Ratoncito Pérez, comprensivo y mágico, le dejó su regalo por la noche y se llevó la carta. Al día siguiente, los padres de María pudieron observar que, entre las deposiciones de la pequeña, aparecía aquella pieza dental que tantos quebraderos de cabeza les había dado.”