Pérez, el ratón aventurero
Érase una vez,en las alcantarillas de un país nada lejano, vivía una colonia de ratones. Los ratones habían construido una magnifica ciudad a escala diminuta en la que vivían felices. Desde el día que nacían los ratones tenían asignado cuál sería su labor en la vida. Estaban los ratones obreros, los ratones maestros, médicos, los recolectores… y, por último, estaba el ratón encargado de decidir cuál sería la misión en la vida de los jóvenes ratones. La familia Pérez tenía el honor de ostentar tal cargo desde hacía años.
Los Pérez vivían felices en su gran casa azul. Recientemente habían nacido tres nuevos ratoncitos. El abuelo Pérez ya les había asignado su misión en la vida. El mayor sería constructor, ya que era muy hábil con sus patitas delanteras. El mediano, una ratona, sería médico porque le encantaba cuidar y curar a sus muñecas y el tercero sería maestro, le encantaban los libros.
- Yo no quiero ser maestro -dijo junior Pérez al abuelo.
- ¿Por qué?
- No, abuelo Pérez, yo quiero ser aventurero. Quiero subir al mundo de los humanos y tener aventuras.
- No, eso es una locura y muy peligroso. Sólo los ratones recolectores, encargados de las provisiones, pueden subir al mundo de los humanos. Tú serás maestro.
El pobre ratoncito estaba triste porque no quería ser maestro. Así que una noche decidió mezclarse con los recolectores y subir al mundo de los humanos. Esa noche los recolectores subían a la superficie aprovechando la luz de la luna y recolectaban todas las provisiones que les era posible, especialmente queso, su manjar favorito. Pérez no se lo pensó dos veces, se puso el uniforme de recolector y subió a la superficie.
Nada más subir quedó maravillado. Era tan grande, tan luminoso, tan bonito. No paraba de mirar a todos lados, estaba embelesado con tanta belleza cuando de pronto tropezó con algo circular y brillante. Era una moneda. La cogió entre las patas y entró en la casa que estaba justo delante de sus bigotes.
Aquella era la casa de la pequeña Laura, justo aquel día se le había caído un diente. Laura era dulce, muy bonita y estaba triste por la caída de aquel diente. Desde su escondite Pérez la vio acostándose llorosa con el diente en su mano mientras su mamá la consolaba y le decía que pronto tendría uno nuevo. Pérez miraba maravillado aquel diente, estaba atraído por su blanco inmaculado. No sabía por qué, pero lo quería. Esperó escondido a que Laura se durmiera y cuando vio sus ojos cerrarse se subió a su cama y le cambió el diente por la brillante moneda. Un precio justo por su trofeo. Al bajarse de la cama Laura abrió los ojos y lo vio mientras descubría la dorada moneda que le había dejado. Laura sonrió, olvidándose del diente que le faltaba, y se durmió con su moneda.
A la mañana siguiente Laura contó a sus padres y amigos que un ratón le había cambiado el diente por la moneda. Aquella noche su amiga Ana también tuvo la primera caída de un diente. Pérez seguía por allí, porque los recolectores no habían vuelto a la colonia. Al ver el diente lo quiso y volvió a repetir la acción de la noche anterior con una moneda que había sobre una mesa. Aquella semana repitió lo mismo decenas de veces y comenzó a ser conocido por los niños.
Cuando regresó a la colonia su familia, muy preocupada, lo abrazó nada más verlo y se sorprendió con sus trofeos. El ratoncito Pérez les dijo que aquella era su misión. Quería ver sonreír a los pequeños humanos cuando abrían los ojos y encontraban su regalo. Y así, poco a poco, Pérez fue conocido por todos los niños. Su leyenda fue pasando de boca en boca. Los niños, nada más caerse su primer diente, lo metían bajo la almohada y así Pérez se lo cambiaba por un pequeño regalo. Y colorín colorado este cuento se ha acabado y el que no levante el culete se le queda pegado.