Un embarazo, un diente
El embarazo es sin ninguna duda la etapa de la vida de una mujer que más expresiones populares conlleva, se cuentan mil y una historias. La gran mayoría son mitos que a saber de dónde han salido pero otras, aunque de forma exagerada, tienen su punto de razón.
Entre estas últimas (o eso creo yo) está la creencia de que cada embarazo cuesta a la futura madre un diente. La primera vez que oí esto aluciné y pensé que era una tontería como tantas otras que oímos durante nueve meses. Luego tuve la oportunidad de hablar con varias dentistas y no perdí la oportunidad de preguntárselo.
Las informaciones que me dieron coincidían en que los cambios hormonales que se producen durante el embarazo hacen que la dentadura y las encías estén más sensibles y que la composición de la saliva varíe, y por ello es un momento en que debemos cuidar especialmente nuestra higiene bucal. Por lo que todas me comentaron, es muy recomendable realizar una revisión y una limpieza en el dentista por lo menos al comienzo del embarazo.
Es por ello que hoy en día es raro que realmente cada embarazo nos cueste un diente, ya que nuestras costumbres higiénicas en lo que a los dientes se refieren han mejorado mucho en relación a las generaciones anteriores. Pero sabiendo esto, me creo perfectamente que esto sí ocurriera en la generación de nuestras abuelas y antes.
Después de hablar con estas profesionales hice bien mis deberes y acudí al dentista en ambas ocasiones, ya que de por sí yo tengo gingivitis y una limpieza anual no me la quita nadie. Aún así, he tenido una pequeña pérdida…
En ambos embarazos tuve una obsesión común y es que necesitaba cepillarme los dientes muchísimas veces al día, necesitaba sentir el aliento fresco y había veces que tenía la urgencia de lavármelos aunque no hubiera comido nada hacía horas. Además no me servía cualquier cepillo, necesitaba uno de filamentos duros y cuanto más fuerte me diera mejor, aunque me hiciera sangrar, ya sabéis, cosas raras de embarazada 😉 Obsesión que por supuesto se me pasó en el mismo momento en que tuve en mis brazos a mis bebitas, momento en el cual hubiera sido capaz de pasarme días sin cepillármelos por no dejarlas solas ni un instante.
En el primer embarazo esto no me dejó ninguna secuela, pero en el segundo la obsesión por la limpieza bucal fue tan grande que un día, dale que te pego con el cepillo, ¡¡¡me dejé un trozo de diente en él!! Por lo visto tenía una caries que estaba haciendo mella en una muela y yo con tanto ímpetu me arranqué un buen trozo.
Cuando fui a empastármela (después de que naciera la pequeña, puesto que fue en el último mes y quería hacerlo sin preocuparme por la compatibilidad de las pruebas y anestesias con el embarazo) el dentista me confirmó que aunque la caries podría haber llegado de todas formas mi estado le había ayudado.
Así que como veis en mi caso no ha sido “un embarazo, un diente” pero sí “dos embarazos, un trozo de muela”.